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Creación de la Playa de Ponce
Antonio Martorell

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Espacio Tangente  

ESPACIO TANGENTE


Amores marinos
De Silvia Alvarez Curbelo

1.

Es uno de esos viejos almacenes de puerto que otrora bulleron de actividad comercial, de inventarios exóticos y de cuentos exagerados de lobos de mar. Convertido en taller multiarte, acoge hoy a una muchachada del poblado de La Playa en Ponce, a polizontes de otras partes de la Isla y a visitantes ocasionales que sortean maquetas, esbozos, esculturas e instalaciones impromptu que se descuelgan de techos y paredes o serpentean por el suelo como marullos juguetones.

Toño Martorell se desplaza por ese espacio, literalmente, como pez en el agua. En ocasiones, es el arquitecto; en otras, albañil o picapedrero. Puede ser el artesano, el calígrafo, o aparecer como sus personas más conocidas: el pintor y el teatrero. Aventuro a decir también, el mago. Es siempre, para esos chicos y chicas a quienes estimula y alebrestra, el Maestro. Aunque él prefiere el papel de aprendiz: "Yo no haga nada que sepa hacer".

Desinquieto, novelero, no escamotea, sin embargo, el rigor. En el taller con luz velazquiana del madrileño Julio Martínez Caro, al que llegaba bufando porque no había ascensor, fue aprendiz de lujo de los secretos del artesanado medieval y renacentista. Desde entonces, el taller es su manera preferida de trabajar.
De regreso a Puerto Rico en los tardíos sesenta, con título de la Universidad de Georgetown pero ávido de educación sentimental, encuentra otro taller. Con Lorenzo Homar y Rafael Tufiño de mentores, y José Rosa entre los compañeros, recuerda ese taller sanjuanero como "una mezcla de salón francés, fábrica tabaquera y alboroto de lavanderas en el río". Era aquél un espacio de tertulia constante e interminable, donde el arte con propósito era el único posible. No había de otra: "Por fuerza nos hicimos cultos y políticos".

En la trama de un buen taller todo termina por difuminarse. No hay frontera entre aprender y enseñar; entre el modelo y la variación; entre la tradición y la renovación. El taller del poblado de La Playa de Ponce, proyecto de Arte Público, exhibe con desenfado esos binomios. Los aprendices le enseñan al maestro artes nuevas extraídas del rap, del graffiti, de un "sensorium" informático que ya es segunda naturaleza en los jóvenes del entresiglos. El maestro les devela los arcanos vericuetos de la letra, los colores y texturas del rumor y de la leyenda, las historias soterradas. Flecha de tiempo invertida o, mejor aún, colapso de temporalidades lineales. Quizás no haya otra forma de cifrar el arte.

2.

El mar le toca por muchos lados. Martorell nació en el santurcino Condadito, una franja variopinta entre el Condado y Trastalleres. En esos años, cuando aún no había televisión, el mar no era exótico. Eso fue luego, "cuando le dimos la espalda al mar y al archipiélago". Así fue como Toño conoció San Francisco y a Praga antes que Ponce y la República Dominicana. El Caribe puertorriqueño fue un descubrimiento tardío. Un mar sin playas. De horizonte lejano. No el mar íntimo de un bolero de Silvia Rexach, apunta. El Caribe es un mar de densidades míticas porque se abre a un vacío de la memoria.

Herrumbrados por el salitre del mar y del tiempo; errabundos, a la deriva, los objetos más diversos encallan en los límites del muelle. Los talleristas se inspiran en los restos que el mar abandona allí. Se trata de una historia líquida, siempre en precario, anhelante de volver al mar abierto. Hay que asirla. Los talleristas le preguntan a los mayores del poblado. Las memorias se solapan. De la abuela, de las tías, del viejo marino, empiezan a brotar las historias. La oralidad transformada en imaginarios de mar y tierra se materializa en goletas quemadas, sirenas hechiceras, en monstruos de mar. Son las huellas indelebles de siglos y siglos de viajes, tráficos y naufragios de la memoria.

3.

Con mosaicos multicolores, los talleristas reabren caminos que conducen al mar de los recuerdos. Las historias, sacadas de su fondo, se reincrustan en los peldaños de la plaza frente al mar. No están solas las huellas. Como contraste que estimula y reta aparecen las contrahuellas de la historia oficial. Recuperadas de los archivos, de los periódicos, de textos sobre Ponce, son personajes, eventos, procesos y estadísticas de una Historia con mayúscula, con patente de verdad.

Pero el mar es testigo de que las patentes de corso suelen ser las más audaces, las que abrazan imaginación y poesía. Este Caribe, de contrabandistas y bucaneros, siempre se sale con la suya. Después de todo, así nació Ponce, por obra y gracia del desafío y la voluntad. No en balde las aguas del pirata Cofresí fueron las del sur.

En medio de un poblado disminuido en fortuna, de almacenes vacíos, los talleristas, sus hijos, recobran del mar la memoria comunitaria. Y aunque el maestro nació mirando otro mar- el norteño Atlántico- sus aprendices permiten que regrese al mar caribeño que no tuvo de niño. Sólo el arte opera el milagro del tiempo.