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  Víctor Vázquez
"La barca de barro"
 
 
ESPACIO TANGENTE

Víctor Vázquez
Elizabeth Ferrer

En la última década los artistas que trabajan en el Caribe han sido objeto de un reconocimiento sin precedentes de parte de la comunidad artística internacional, lo que se evidencia, sobre todo, en el interés que siguen suscitando los artistas cubanos jóvenes y en la atención internacional que recibe la Bienal de La Habana, evento que ha dado a la publicidad a numerosos e innovadores artistas de la región. Sumado a lo anterior, varios museos de Estados Unidos y Europa han organizado grandes exhibiciones panorámicas de arte contemporáneo del Caribe, y la crítica les ha prestado atención dedicándoles nuevos estudios y publicaciones dedicados a explorar artistas casi olvidados y movimientos nacionales. A pesar de lo anterior, los artistas puertorriqueños han tenido una presencia marginal en esta actividad. Puerto Rico, un territorio asociado a Estados Unidos, tiene, en el plano cultural, más elementos en común con las demás islas del Caribe, e incluso con algunos países latinoamericanos, que con la mayor parte de los Estados Unidos. Sin embargo, con frecuencia se encasilla a Puerto Rico como parte de Estados Unidos, lo que provocó, para mencionar un ejemplo, que Edward Lucie Smith excluyera a los artistas puertorriqueños de su libro 20th Century Latin American Art, publicado en 1993. Smith expresa la opinión de que “es difícil tirar una raya inequívoca que separe al arte del siglo 20 en Puerto Rico del arte de Estados Unidos.”1 Sin embargo, en los propios Estados Unidos no deja de ser común que los curadores y críticos vean a Puerto Rico (si es que lo ven) como un lugar diferente, separado de los Estados Unidos continentales y del mundo del arte dominante por razones geográficas, de idioma, o de influencia cultural. Para complicar la situación, muchos artistas nacidos en la isla se establecen en Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, de manera que el mundo artístico de Puerto Rico tiene dos centros geográficos diferentes. De hecho, tanto como una tercera parte de los puertorriqueños residentes en la isla han vivido, en algún momento de sus vidas, en la región de Nueva York. No debe sorprendernos, por lo tanto, que los artistas puertorriqueños se sientan motivados por lo que la estudiosa Marimar Benítez ha llamado “el imperativo neurótico” de producir un arte que aborde cuestiones de identidad personal y colectiva, y los temas de la dualidad cultural y, sobre todo, de la supervivencia cultural.2

Uno de los artistas más notables en el ámbito del arte puertorriqueño de la última década es Víctor Vázquez. Vázquez nació en San Juan, donde reside, en 1950, y pasó sus años de formación como estudiante y artista en Nueva York. Su obra más reciente – en particular fotografías de desnudos, además de instalaciones, objetos escultóricos y, recientemente, videos – puede leerse como una declaración elocuente sobre la naturaleza de la identidad caribeña en sus planos más fundamentales. En su trabajo son evidentes los símbolos e ideas tomados tanto de viejas tradiciones como de la cultura popular de las islas – conceptos animistas, formas autóctonas y las todavía vitales prácticas religiosas afrocaribeñas que resumen la huella del sincretismo cultural en todos los aspectos de la vida en la región. Por añadidura, Vázquez retrata a los modelos de sus fotografías con máscaras, plantas y otros elementos naturales que evocan la cultura y el ambiente de Puerto Rico. Si bien esta isla, y en un sentido más amplio, el Caribe, lo inspiran profundamente, su propósito es expresar unas preocupaciones universales y aspectos primordiales de la condición humana.

Como fotógrafo, Vázquez se acerca al medio y a su expresión con mucha fluidez. Sus fotografías típicas son en formato grade, en blanco y negro, retocadas con aceite y pintadas a mano con acrílico. También rasga y rearma fotos impresas en papel y exhibe las obras finales en marcos muy elaborados, hechos a mano. Además, reutiliza las mismas imágenes en diversas piezas. Una fotografía muy fuerte e intimidante de la calva de un hombre negro, agujereada por clavos largos, se ha mostrado como gran pieza icónica, se ha impreso en una vela votiva que forma parte de una instalación tipo altar y como centro de un políptico que contiene otras imágenes, las cuales también se han visto en otros contextos. Y en la mayoría de sus exposiciones recientes, ha presentado fotografías como componentes de grandes instalaciones en multimedios.
Vázquez formuló sus temas y acercamiento a la fotografía desde los comienzos de su carrera, en buena media a causa de un acontecimiento que marcó su vida. En 1983, cuando el artista residía en Nueva York, su amigo íntimo Santiago Barreiro murió a consecuencia del SIDA. En aquel tiempo, cuando la enfermedad ni siquiera tenía un nombre propio, presenciar la dolorosa agonía de un joven lleno de vida fue una experiencia devastadora que indujo a Vázquez a producir una crónica visual de los últimos meses y muerte de Barreiro, del progreso de la enfermedad y del desgaste del cuerpo del joven. El reino de la espera (The Realm of Waiting), el título del libro de fotografías, publicado en Puerto Rico en 1991, así como la exposición posterior, apunta a una narración emotiva, una exploración de la relación entre la vida y la muerte. Cada pieza de la serie tiene un aspecto distinto: texturas granosas, tonos sepia, fotos de imágenes de negativos y composiciones que son producto de otras tantas manipulaciones en el cuarto oscuro, por ejemplo, la inquietante imagen, como salida de un sueño, de la cara sin cuerpo de Barreiro flotando sobre una cama de hospital. Más conmovedora aún es una fotografía desconcertante de las plantas de los pies del cadáver, las únicas partes visibles del cuerpo, que revela el ángulo de la cámara. La composición recuerda la fuerza elegiaca del Cristo muerto de Mantegna. Al igual que dicha pintura, la foto de Vázquez capta el sentido de la gravedad del cuerpo y de la calidad descarnada que el cuerpo humano asume en la muerte. Otras fotografías de la serie también retratan el cuerpo fragmentado, por medio de close-ups del cuello y el pecho de Barreiro, de la cara y el torso. Con estas imágenes, Vázquez delineo el cuerpo humano en su esencia corporal y natural; a partir de las mismas, la muerte puede entenderse menos como un final aterrador que como la extensión inevitable del ciclo continuo de la vida.

Cuando concluyó El reino de la espera en los años 90, Vázquez, que ya residía en San Juan, empezó a producir las fotografías cuidadosamente ambientadas de seres humanos por las que se le conoce mejor. Los modelos desnudos con los cuales trabaja asumen poses de una elegancia poética, que expresan temas tan amplios como la dualidad vida y muerte, la relación entre naturaleza y cultura, y cómo, en la dimensión humana, descubrimos y definimos nuestras esencias. Vázquez, quien ha estudiado las religiones, ha bebido en las fuentes de las prácticas espirituales caribeñas, como el animismo, el espiritismo y la santería (ésta última todavía se practica en diversas formas por los pueblos del Caribe) y las incorpora al cuerpo de su trabajo. Sin embargo, en vez de crear interpretaciones literales de estas tradiciones, descontextualiza cuidadosamente sus símbolos e imparte nuevos planos de sentido a las formas. Sin embargo, es evidente que su obra manifiesta una sensibilidad fundamental hacia las culturas autóctonas, para las cuales la dimensión espiritual se integra en todos los aspectos de la vida cotidiana. Ello se percibe vívidamente en la imagen simbólica de un ritual, La Ave María I (1996), fotografía de una mujer que luce garras y cabezas de gallinas sobre sus brazos y senos. Las partes del animal se asocian con los rituales de la santería y los sacrificios rituales de esa devoción, del mismo modo que la cruz que cuelga del marco del cuadro se refiere a la fe católica. De hecho, el título La Ave María encierra una duplicidad; en sentido literal puede referirse al “Ave de María” o entenderse como la oración “Ave María”. Dicha obra es emblemática del sincretismo constitutivo de la cultura caribeña, pero Vázquez le añade una capa más de sentido al insinuar el valor del ritual privado, exento de los sentidos adscritos por cualquier sistema de creencias. Los ojos cerrados de la mujer y la serenidad de su semblante indican un momento de transformación, propiciado por la íntima comunión restauradora con la naturaleza.

Los temas afines de la ofrenda y el sacrificio se reiteran en la obra de Vázquez. Él artista es conciente de los significados que en todo el mundo se confieren a la representación de dichos rituales, más allá de diferencias religiosas. Se representan para solicitar a una deidad escogida en un instante preciso, por una urgente necesidad, para dar gracias, para alimentar la tierra o para reconocer que la humanidad depende de la divinidad para sobrevivir en un mundo frágil. Muchas de las obras de este artista revisten la forma de ofrendas, ya sea mediante la representación de presas de pollos, (como en La Ave María I, o en otra pieza de 1996, Comunión, que contiene la imagen fotográfica reiterada de una mano abierta que ofrece una cabeza de pollo), el uso de velas encendidas (fotografiadas y, en las instalaciones, velas reales), o retratos de la forma humana en poses que sugieren el objeto de un sacrificio. En Falling Feathers, 1996, la figura reclinada de una mujer parece estar preparando su propio cuerpo para el sacrificio. Levanta los brazos para acariciar las ramas de los árboles que simbolizan el arraigo en la tierra y las plumas que evocan el cielo. En este contexto, el sacrificio se aproxima a una catarsis; es una limpieza en sentido figurado, un rito personal de purificación que conduce a una revelación más clara de nuestra humanidad.

Vázquez hace hincapié en la compleja naturaleza de las prácticas culturales del Caribe en Bodegón de Yemayá (1994) una obra primeriza que es clave para entender su trabajo. En el centro de esta pieza se encuentra una fotografía del pie de un hombre atravesado por clavos, delineado por pintura aplicada en gruesas capas del color de la sangre seca. La imagen se enmarca en una placa de techar de asfalto, de color rojo oscuro. Los clavos aluden a Cristo crucificado y al concepto cristiano de la crucifixión como sacrificio máximo y expresión de un amor profundo. Sin embargo, Vázquez le dedica esta pieza a Yemayá, una orisha (guardían y deidad) de la santería, la soberana del mar y los lagos y la encarnación del amor y protección maternales. Mediante esta transformación de un símbolo visual con tan poderosas resonancias en la fe cristiana en una oferta a la afrocubana Yemayá, el artista apunta nuevamente al sincretismo cultural, pero también nos incita a reflexionar sobre nuestra percepción de los símbolos y a atribuirles nuestros propios significados. De hecho, ese repensar de los lenguajes simbólicos refleja cómo los símbolos cristianos y sus iconografías asumieron nuevos significados con el paso del tiempo, según se les incorporó en las creencias afrocubanas.

En su evolución como fotógrafo la forma humana siempre ha sido un elemento central de la fotografía de Vázquez, quien la expresa no sólo como forma simbólica y lugar de un ritual, sino como una manifestación sensual que encarna el deseo humano. Vázquez cuenta con el cuerpo como tema primordial por su infinita capacidad para transmitir sentidos: el cuerpo puede leerse como si fuera un mapa de la experiencia y la emoción individuales, como una expresión de la historia colectiva y como reflexión de los aspectos físicos y espirituales de nuestro ser. Algunas de las imágenes del artista muestran el cuerpo fragmentado; su cámara se enfoca en una sola mano o pie, en un par de brazos que caen o en lo órganos que connotan los sentidos – los ojos, los oídos o la boca. Particularmente en sus fotografías más recientes muestra el cuerpo entero, en un temblor fugaz, o supino. En algunas piezas las figuras parecen desconocer la presencia de la cámara y centrarse en la experiencia pura del ser. En otras, el modelo mira fijamente al espectador, como si le hablara con franqueza. Todas las fotografías del artista retratan a individuos solitarios; está ausente, y eso es adrede, la interacción humana. Para Vázquez los actos individuales y privados representados ante la cámara son metáforas de la sociedad y la cultura; también se ofrecen como espejos al espectador, espejos sobre los cuales podemos proyectar nuestros propios deseos, miedos y actitudes.

Por lo general, los modelos de Vázquez usan o tienen en las manos presas de pollos, plumas o, en una pieza de gran fuerza erótica, el pecíolo fálico de una mata de guineos, formas que apuntan al cuerpo como una extensión de la naturaleza, más cercano a un animal indócil de lo que nos gustaría admitir. En La Ave María II (1996) retrata la imagen doble de una mujer con la cabeza cubierta por las garras de una gallina. Su mirada es insistente y reta al lector a combatir tanto el temor como el deseo implícito en la imagen. En forma comparable, la pieza Sin título (Mujer con hueso) de 1996, presenta a una mujer desnuda que muerde un hueso con los dientes. Su expresión podría ser de risa burlona. Vázquez imprimió la imagen en una exposición doble; el cuerpo de la mujer parece moverse agitadamente. Esta imagen salvaje sugiere un despojo de las normas de comportamiento más decorosas, así como de los demonios interiores, e invita al espectador a seguir su ejemplo. Pero incluso cuando se presenta el cuerpo quieto y en contemplación, como en la pieza Plumas que caen (Falling Feathers) el fotógrafo imparte a la imagen un efecto palpable de vitalidad. Al expresar el dualismo de la naturaleza humana – espiritualidad y cuerpo físico – Vázquez descarga en el cuerpo una chispa de crispada energía, un sentido de humanidad a través de un proceso inagotable de reflexión y renovación.

La obra de Víctor Vázquez se ha expuesto en los Estados Unidos, El Caribe y varios países latinoamericanos, incluso en exhibiciones tan importantes como las bienales de la Habana en 1994 y 1997 y en un evento que marcó un hito, la exhibición Fotofest de 1994, American Voices: Latino Photography in the United States, la primera gran exhibición dedicada a conmemorar los logros de los fotógrafos chicanos, cubanoamericanos y puertorriqueños durante el siglo veinte. En sus exposiciones más recientes – instalaciones dramáticas que combinan las imágenes fotográficas trabajadas con esculturas, medios mixtos y videos – el interés del artista en el cuerpo humano permanece, aunque su trabajo se ha tornado más complejo y se orienta hacia otros temas. En el año 2000, en el Museo de Las Américas, en San Juan, se presentó Natura–Cultura, una exhibición individual que exploraba los medios mismos que hacen posible la representación visual y exhibió objetos cotidianos como componentes de las obras (ensamblajes de pertenencias comunes, como un par de zapatos y cubiertos de mesa, y todo dentro de cajas llenas de polvo) objetos y materiales desplegados para subrayar su valor simbólico (plumas, clavos, tierra, un cuarto lleno de velas encendidas) y piezas artísticas que aluden al abanico de modos comunicativos diseñados por la humanidad a través del tiempo: formas como remos inscritas con pictogramas, pilas de libros, fragmentos de fotografías y videos. Un despliegue de formas totémicas, construcciones en forma de altares y elementos naturales cubrían las paredes. Y, entre todos estos objetos, fotografías. Algunas eran retratos pequeños, enmarcados, colgando de cuerdas, semejantes a los retratos que los fieles católicos dejan en las iglesias como exvotos. Otras, remedaban objetos escultóricos, tales como una fotografía del propio artista, vendado, en una caja larga cubierta de plumas. Al incorporar fotografías en instalaciones y aproximar fotos a objetos escultóricos, Vázquez infunde al medio un poderoso sentido físico que no es característico de la fotografía. Además, nos recuerda la infinidad de formas asumidas por el medio: para preservar memorias y documentar nuestras vidas, para crear arte e incluso en ofrendas religiosas. En la instalación Natura-Cultura, Vázquez también relacionó la fotografía con los impulsos más elementales y primigenios de la creación pictórica: manifestar visualmente lo sobrenatural o lo divino y, de manera más fundamental, denotar nuestra presencia en el mundo.



Hace dos décadas, la artista cubana Ana Mendieta escribió: “Me he entregado a los mismo elementos que me crearon”, para explicar sus temas y enfoque creativo3 De modo semejante, Víctor Vázquez se nutre constantemente del mundo que nos rodea, de los elementos que han formado su identidad, para producir su obra. Revela su entorno físico, su esfera cultural, en casi todos los elementos que fotografía o emplea en sus instalaciones. Vázquez usa lo local no tanto para describir este mundo (aunque sus imágenes lo logren con creces), como para mostrar desde su perspectiva lo que está en el meollo del alma humana, y aquello que nos une a lo largo de la historia y el espacio. Y, sobre todo, es el cuerpo humano el que expresa las experiencias comunes que todos compartimos – sentir miedo, dolor o deseo; soñar; ser sexual; hundir sus raíces en la tierra. Por medio de la fotografía, Vázquez crea espacios trascendentes donde, en esencia, el cuerpo existe, y, por tanto, nos provee un medio para sentir profundamente nuestro propio ser y nuestra relación con el mundo.

© 2003 Elizabeth Ferrer


1 Edward Lucie Smith, Latin American Artists of the 20th Century (London: Thames & Hudson, 1993), p. 8.

2 Marimar Benítez, “Neurotic Imperatives: Contemporary Art from Puerto Rico,” Art Journal (Winter 1998).


3 Ana Mendieta, solicitud de subsidio presentada ante el New York State Council on the Arts, marzo 17, 1982, palabras publicadas en Bonnie Clearwater, ed., Ana Mendieta, A Book of Works (Miami Beach: Grassfield Press, 1993), p. 41.